La geopolítica de los ‘papers’: conocimiento libre contra la millonaria industria de las revistas académicas

La ciencia vive una nueva edad de oro. Gracias a su reciente alianza con las tecnologías digitales, parece que vaya a resolver todos los problemas del mundo. Para ello cuenta con una dinámica de funcionamiento básica —agregar nuevos conocimientos sobre los viejos— y un formato comunicativo crucial que centraliza toda la actividad productiva: el artículo científico. Pero las publicaciones académicas no solo sirven para comunicar formalmente el nuevo conocimiento generado y hacer avanzar a la ciencia, sino que son también una industria millonaria y desconocida fuera de la universidad. Las editoriales científicas no pagan a sus autores y al mismo tiempo cobran cientos de dólares por acceder a sus artículos. Frente a ello, los Gobiernos, los repositorios de acceso abierto y cada vez más bibliotecas pirata buscan que el conocimiento sea libre.

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El 6 de enero de 2011, la policía del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) arrestó a Aaron Swartz. Este programador y activista de veinticuatro años era conocido por haber desarrollado el formato RSS, para distribuir contenido en la web, y por haber impulsado Reddit, Creative Commons y la iniciativa Demand Progress por un internet abierto. Se le acusaba de haber descargado irregularmente millones de PDF de la plataforma JSTOR, un repositorio académico accesible desde los servidores de la institución. 

No era la primera vez que Swartz tenía problemas con las autoridades por obtener información de internet. El FBI le había investigado en 2008 por descargar el 20% de la base de datos legal PACER. La página cobra por el acceso a sus documentos, pero había ofrecido sus fondos gratis en varias bibliotecas. Swartz aprovechó para descargar junto a un amigo unos 760 gigas de material. Más de un millón de páginas que donó al proyecto Law Resource, que trata de hacer accesible la documentación legal estadounidense.

El incidente acabó sin que el FBI presentara cargos, a pesar del estrés al que sometió a Swartz y su familia, pues el acceso a PACER no había sido ilegal. Por el contrario, la operación del MIT acabó con una demanda del juzgado del distrito de Massachusetts en julio de 2011, que acusaba a Swartz de fraude informático y electrónico y robo de información. Según la fiscal, Swartz había aprovechado la red abierta que ofrece el MIT a sus visitantes para hackear JSTOR y los servidores del instituto, lo que le podía llevar a enfrentar hasta 35 años de cárcel y más de un millón de dólares en multas.

JSTOR declinó ser parte de la demanda, pues había resuelto la disputa inicial con Swartz meses atrás, cuando este se había comprometido a devolver la información sustraída. La acusación tampoco parecía muy sólida: Swartz se había conectado a la red pública del MIT y escribió un programa para automatizar las descargas, algo que no violaba los términos y condiciones de JSTOR. Ni siquiera había borrado sus huellas: siempre se conectaba desde el mismo lugar, lo que permitió que fuera descubierto por una cámara de seguridad. No esperaba que el MIT actuase contra él al no considerar que estuviera haciendo nada malo.

Aaron Swartz retratado por Daniel J. Sieradski en enero de 2012. Fuente: Wikimedia Commons.

Swartz había firmado en 2008 el influyente Guerrilla Open Access Manifesto, o Manifiesto de la Guerrilla por el Acceso Abierto, junto con otros activistas digitales. Este documento animaba a los internautas con acceso a repositorios académicos a descargar, archivar y compartir la mayor cantidad posible de material. Consecuente con sus ideas, Swartz se negó a llegar a un acuerdo con la fiscal y se declaró inocente. “No hay justicia al cumplir leyes injustas. Es hora de salir a la luz y, siguiendo la tradición de la desobediencia civil, oponernos a este robo privado de la cultura pública”, reza el documento.

Sin embargo, dos años después de su arresto, pocas semanas antes de su juicio y dos días después de que la fiscal rechazase un acuerdo que evitaría la pena de cárcel, Aaron Swartz se suicidó. El estrés y la incertidumbre causados por casi dos años de proceso legal, los apuros financieros derivados y la convalecencia de su madre enferma acabaron siendo demasiado. Cientos de usuarios de internet expresaron sus condolencias y su dolor ante lo que consideraban una muerte inducida por la dureza del sistema judicial estadounidense, que persiguió un supuesto delito informático por el cual Swartz ni siquiera se lucraba.

Swartz, hasta entonces solo conocido en los círculos de ciberactivistas estadounidenses, se hizo famoso en el mundo entero. Decenas de miles de personas leyeron su historia y compartieron indignadas su manifiesto, que se viralizó. En señal de protesta, el grupo Anonymous hackeó los servidores del MIT, mientras cientos de investigadores, doctorandos y profesores universitarios subían a la web miles de PDF de artículos académicos para expresar su duelo y su solidaridad. Swartz se convirtió en un héroe y el primer mártir del acceso abierto, y su muerte contribuyó a abrir el debate sobre lo inaccesible del conocimiento científico y el millonario negocio detrás el sistema de publicaciones académicas.

La geopolítica de los papers

Filosofía, medicina, biología, matemáticas, física, historia… Casi todas las disciplinas académicas comparten estándares para publicar sus investigaciones. El formato principal son los artículos o papers en revistas académicas, además de libros y presentaciones en conferencias. Las revistas se especializan en campos o subdisciplinas, pero también las hay más generales como la prestigiosa Science. En todo caso, las distingue su publicación entre una y cuatro veces al año y su proceso de selección y revisión por pares como garantía de calidad. Suelen contener artículos recientes, reseñas bibliográficas y notas críticas. Son, al final, el medio de comunicación entre investigadores para estar al día de novedades y debates.

La burbuja del paper: evolución del número de publicaciones mundiales anuales de artículos científicos entre 1996 y 2020. En millones. Fuente: The World Bank.

Las revistas académicas tienen cuatro funciones. Primero, publican investigaciones con la autoría formal de sus datos, ideas y argumentos. La segunda es divulgar la información al público objetivo: académicos, especialistas y estudiantes. Eso implica que la revista debe ser accesible en bibliotecas e indexada en repositorios como JSTOR. Además, las publicaciones ofrecen reseñas, ensayos bibliográficos e intercambios entre autores para guiar a sus lectores. En tercer lugar, ofrecen un control de calidad, con especialistas a menudo externos para revisar los artículos y recomendar cambios o si se debe publicar o no. Por último, las revistas sirven de archivo, ya que preservan una versión del artículo que puede ser consultada y citada mediante una referencia formal, un número DOI o la inclusión en índices académicos.

Pero no todas las revistas tienen la misma calidad y prestigio. En el último medio siglo han surgido decenas de miles en todo el mundo y cada año se publican más de dos millones y medio de artículos, 50.000 tan solo en España. Existen cientos de revistas de cada disciplina y la información nueva es tanta que es casi imposible estar actualizado. Para decidir cuáles valen la pena y pagar una suscripción para leerlas si es necesario, las universidades y bibliotecas recurren a la bibliometría. Esta ciencia evalúa y mide la calidad e impacto de las publicaciones académicas con datos e indicadores. El principal es el número de citas. En general, los artículos de humanidades reciben menos citas que los de ciencias naturales porque suelen tener un solo autor, a diferencia de los equipos de investigación científicos. También está la indexación en repositorios bibliográficos y bases de datos: si una revista no está indexada, es como si no existiera.

Uno de los índices más extendidos es el factor de impacto. Desde mediados de los años setenta, este índice evalúa la calidad de las revistas según el número de citas que reciben en un tiempo determinado. El equivalente para los autores es el índice H. Las universidades los usan para decidir suscribirse a una revista o contratar a un investigador. Puede parecer trivial, pero el factor de impacto es una batalla fundamental en la producción de conocimiento científico. Supone un elemento de prestigio —los mejores de cada campo apuntan a las mejores revistas— y es crucial para la financiación. Las bibliotecas universitarias y los centros de investigación se suscribirán a las revistas que consideren más útiles e interesantes.

Sin embargo, el factor de impacto e indicadores similares no están libres de controversia. De entrada, son calculados por empresas privadas y editoriales con un foco anglocéntrico. Muchas publicaciones de universidades o editoriales en África, Asia o Iberoamérica quedan fuera del análisis de citas al estar en otros idiomas. Además, estos indicadores son susceptibles al abuso y la manipulación. Aunque en los últimos años han surgido las métricas alternativas, la industria académica compuesta por instituciones educativas y financiadores en Europa y América aún se guían por distintas variaciones del factor de impacto. Esto beneficia a las grandes editoriales, que poseen la mayoría de las revistas, y perjudica a las publicaciones fuera de la esfera angloparlante. Pero poco a poco surgen críticas a nivel institucional.

Un negocio rentable para grandes empresas

El acceso a las revistas académicas no es barato. La suscripción individual a la edición digital de Potato Research,que publica unos cuarenta artículos al año, cuesta noventa euros. Acceder a su competencia, el American Journal of Potato Research, vale lo mismo. Ambas pertenecen a la editorial alemana Springer, cuyos ingresos anuales rondan los seiscientos millones de euros, si bien en 2019 declaró pérdidas de 170 millones. Otras revistas, como BBA Bioenergetics, del grupo Elsevier, cuestan más de 5.000 euros al año. Aunque desapercibidas fuera del sector, las publicaciones académicas son una industria con un margen de beneficio de entre un 20 y un 40%, frente a un 5% del sector editorial, y gran concentración empresarial. 

El editor Robert Maxwell en el Global Economic Panel de Amsterdam en 1989. Fuente: Wikimedia Commons.

Las cinco principales compañías del sector poseen más de la mitad de las revistas académicas. En química o psicología poseen el 70%. Suelen gestionar las revistas más prestigiosas —por factor de impacto— y a su vez más demandadas por las bibliotecas y universidades. Este modelo de negocio fue desarrollado en los años cincuenta y sesenta por el magnate británico Robert Maxwell, que vio su potencial. La concentración ha aumentado desde los años noventa, con muchas revistas independientes o gestionadas por pequeñas editoriales adquiridas por los grandes del sector. Todavía quedan editoriales universitarias, que en el Reino Unido y Estados Unidos se han adaptado al modelo de suscripción, o que España o Francia reciben financiación pública. En paralelo, algunos Estados han creado rankings e índices bibliométricos.

La producción de conocimiento es un reflejo de la geopolítica mundial. Tanto por el número de publicaciones como por su importancia y la de los departamentos universitarios. Hispanoamérica, con cuatro siglos de tradición universitaria, apenas cuenta en los rankings globales, que suelen elaborar instituciones angloparlantes. Según el índice Scimago, el país que más artículos anuales publica es Estados Unidos, seguido por China, Reino Unido, Alemania y Japón. El Banco Mundial ofrece datos ligeramente diferentes, con India como tercer productor. La principal lengua en la gran mayoría de disciplinas es el inglés, y sus revistas más prestigiosas tienden a estar controladas por un gran grupo empresarial. Es un mercado que mueve millones de euros al año: la demanda de clientes institucionales es permanente y los costes son irrisorios, pues la materia prima —artículos y revisiones editoriales— es gratuita. 

En efecto, las revistas académicas no pagan a sus autores ni a sus editores. Es habitual en el sector y común a todas las disciplinas. Las editoriales solo pagan la maquetación, corrección ortotipográfica, distribución y marketing. Además, muchas revistas cobran a los autores, sobre todo en ciencias y medicina. Los costes de publicación suelen ser de 3.000 euros, pero pueden llegar a 7.000. Algunas revistas incluso exigen comisiones de entre cincuenta y 150 euros antes de que el artículo sea evaluado. Muchas comisiones están ligadas a la publicación en acceso abierto, algo fundamental para que la investigación tenga impacto y un requisito que muchas universidades exigen a sus investigadores. Las editoriales justifican estos gastos por su progresiva pérdida de ingresos, los costes de publicación y los servicios de edición y difusión que ofrecen. En todo caso, la tarifa de publicación es inasumible para investigadores sin apoyo institucional.

Las revistas, mientras tanto, pueden aumentar los precios de las suscripciones sin riesgos. Las universidades, instituciones públicas, think-tanks y bibliotecas no pueden permitirse perder acceso a su contenido. Los precios de estas revistas oscilan entre los cuatro y doscientos euros por artículo para particulares, lo cual excluye a la mayoría del público general y de los especialistas independientes. Para las universidades e instituciones educativas suponen una parte importante del presupuesto, y la suscripción por grupos de revistas solo aumenta los costes. Por ejemplo, el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas gastó más de 300.000 euros en 2017 solo en suscripciones a revistas del grupo Elsevier. No obstante, en muchas ocasiones ni las instituciones ni las editoriales los hacen públicos

Para los investigadores es publicar o perecer

¿Por qué los autores de los artículos ofrecen su trabajo gratis? Más allá de contribuir a la ciencia y la satisfacción de compartir los resultados de su investigación, el principal incentivo es la posibilidad de avanzar en su carrera. En la mayoría de países el mercado laboral académico es precario y muy competitivo, y las publicaciones son una de las mejores formas para distinguirse. Por lo general, los comités de selección no tienen tiempo para evaluar la calidad de las contribuciones de cada aspirante, de modo que al revisar las publicaciones listadas en los currículums recurren a indicadores bibliométricos.

Una revista y su fake. Fuentes: Journal of Economics and Finance y Journal of Finance and Economics.

Como los méritos suelen evaluarse de forma cuantitativa y no cualitativa, dos artículos decentes en revistas de prestigio valen más que uno brillante en una revista desconocida. Además, la posibilidad de ser citado aumenta si el artículo se publica en una revista consolidada, aunque el acceso abierto —y la piratería— también dan visibilidad. Los artículos académicos son un medio de comunicación entre especialistas, pero también les sirve para mejorar sus perspectivas laborales. Este sistema favorece a los académicos consolidados, que suelen contar con salarios estables, financiación y personal para sus proyectos. Los investigadores precarios que quieran mejorar su situación se ven forzados a participar, ya que las revistas de pago en inglés suelen tener más impacto, aunque muchos ni siquiera tengan acceso a ellas. 

Por otra parte, los incentivos para publicar más artículos perjudican la originalidad y calidad de los estudios científicos y la vida de los investigadores. En la mayoría de las ciencias sólo se publican los resultados positivos —salvo excepciones—, lo que distorsiona un proceso de investigación que requiere constante ensayo y error. Esto empuja a los autores noveles o sin apoyo institucional a arriesgar menos y enviar artículos con más posibilidades de ser publicados. Además, muchos deben compaginar la investigación con otros empleos o con responsabilidades familiares y no cuentan con estabilidad laboral. A partir de ahí tienen una productividad más baja, sufren estrés y depresión y acaban excluidos del sistema académico. La situación afecta en especial a las mujeres, que publican con menos frecuencia que los hombres, sobre todo cuando son madres. La tendencia ya existía, pero el confinamiento por la pandemia la hizo evidente

La presión por publicar también fomenta prácticas fraudulentas. Una es el autoplagio, es decir, publicar contenido ya usado, sea reciclando el texto o adaptándolo a los criterios de una nueva revista. Si bien esto tenía cierto sentido antes de internet y las revistas digitales, en la actualidad es una práctica deshonesta, aunque extendida. Otra práctica es la “rueda de citas”, difícil de detectar pero no ilegal: consiste en un grupo de autores que acuerdan citarse entre sí, aunque las referencias no tengan que ver con el artículo, para aumentar sus índices bibliométricos. El plagio es menos común, y es perseguido y condenado por la comunidad académica, aunque hay quienes en puestos de poder se han aprovechado del trabajo de otros. 

Por ejemplo, un abuso más habitual en las ciencias naturales es exigir que en la versión final del artículo figuren personas que no participaron o autores principales que no tuvieron tal importancia. Cuando se descubren estos fraudes o se manipulan resultados y la comunidad académica protesta, las revistas retiran los artículos. La web Retraction Watch documenta y contextualiza los textos retirados. De momento el autor con más casos es el anestesiólogo japonés Yoshitaka Fujii, con 183. El informe sobre el caso elaborado por la Sociedad Japonesa de Anestesiólogos concluye que Fujii usó los artículos con datos falsificados para obtener su empleo, ganar subvenciones públicas y solicitar el premio anual de la Sociedad.

Otro resultado de la presión por publicar ha sido la proliferación de revistas de dudosa calidad. Todo un mercado paralelo de publicaciones depredadoras que publican artículos a cambio de una comisión. Estas revistas suelen tener nombres rimbombantes o imitan los de revistas de prestigio, como la Journal of Finance and Economics en vez de la famosa Journal of Economics and Finance. Contactan a los autores mediante correos basura prometiendo que sus textos serán publicados rápido y evaluados por especialistas. Las mismas empresas organizan conferencias de dudosa credibilidad y elaboran índices fraudulentos. En ocasiones engañan a académicos que pagan los costes de publicación pensando que su artículo aparecerá en una revista de prestigio, cuando en realidad ni siquiera será indexado en las bases de datos académicas.

También hay autores que publican voluntariamente en estas revistas. Esperan que les sirva para ascender en la carrera académica o quieren ocultar una trayectoria mediocre, como los nuevos rectores designados en la polémica reforma de la universidad en Turquía. También puede haber intereses políticos o económicos, como una compañía que trata de mostrar que un producto suyo es beneficioso para la salud. Aunque hay ejemplos de revistas depredadoras, como la enigmática Integrated Journal of British editada por una empresa india de servicios web, la línea legal con las legítimas no siempre es clara.

Además, las revistas depredadoras suelen publicar artículos de autores de países no occidentales como India o Nigeria. Esto se debe a que sus tasas de publicación son más baratas, los artículos se publican en acceso abierto y los sistemas de selección de estos países tienen en cuenta otros factores para evaluar a sus candidatos. De algún modo, estas revistas cubren una demanda causada por la presión por publicar y las desigualdades entre centros de producción de conocimiento.

Alternativas desde arriba: financiación pública y acceso abierto

Ahora bien, las revistas depredadoras no deben confundirse con las publicaciones en acceso abierto, una de las principales alternativas al modelo de suscripción. El principio fundamental de estas publicaciones es que no cobran a los lectores por acceder a sus contenidos. Es decir, los resultados de la investigación son gratuitos para todos los usuarios de internet. Al mismo tiempo, las publicaciones en acceso abierto mantienen unos estándares de calidad rigurosos, con un proceso transparente de evaluación y revisión por pares. Como los académicos están acostumbrados a ofrecer su trabajo gratis, no hay una diferencia sustancial entre escribir o evaluar textos para una revista en abierto, más allá de los factores bibliométricos. 

Dialnet, el repositorio y base de datos académica más importante en castellano, busca «dar mayor visibilidad a la literatura científica hispana». Fuente: Dialnet.

Aunque cada disciplina tiene dinámicas que influyen en la popularidad y el prestigio de las publicaciones en abierto, su popularidad va en aumento. Cada vez más Estados e instituciones educativas apoyan el acceso abierto, que se ha consolidado como una opción respetable e incluso deseable, pues los artículos en abierto suelen ser más leídos y citados que los de publicaciones bajo suscripción. En algunas disciplinas, los investigadores jóvenes publican en revistas de acceso abierto, bien porque son más accesibles al público o porque prefieren apoyar el modelo y no ofrecer los frutos de su trabajo a empresas con ánimo de lucro.

El acceso abierto surgió en los años noventa, con la extensión de internet en los campus universitarios de buena parte del mundo. Los costes de producción más baratos para la publicación digital hicieron posible que algunas revistas ofrecieran gratis sus contenidos en la red, un modelo que se extendió entre los grupos de investigación y las editoriales universitarias no comerciales. En paralelo surgían plataformas digitales como Arxiv, que ofrece versiones previas a la revisión por pares y la edición de artículos de disciplinas científico-técnicas. El acceso abierto recibió el apoyo de muchos académicos e investigadores, que en todo el mundo firmaron declaraciones, propuestas e iniciativas para extenderlo. 

Este modelo se ha consagrado en las últimas dos décadas por número y organización de las revistas. El Directorio de Revistas de Acceso Abierto incluye más de 17.000 publicaciones de 126 países. También han aparecido editoriales sin ánimo de lucro para acceso abierto como PLOS, que publica revistas prestigiosas de ciencias naturales, y plataformas privadas para que los investigadores compartan su trabajo, como ResearchGate o Academia.edu. Las grandes editoriales académicas primero vacilaron e intentaron una campaña de demonización, pero han decidido adaptarse e incluir opciones de acceso abierto —que compensan con las comisiones de publicación.

No obstante, el espaldarazo decisivo para el acceso abierto ha sido el apoyo estatal. Como la mayoría de las investigaciones académicas se realizan con fondos públicos, los Estados piden que se publiquen en abierto. Europa y en especial Francia han liderado la iniciativa. El CNRS, el principal centro público de investigación francés, ha sido uno de los grandes impulsores del acceso abierto. De él dependen HAL, un repositorio digital abierto y gratuito, y OpenEdition, una de las mayores editoriales europeas de revistas en acceso abierto. España destaca con Dialnet, el repositorio y base de datos académica más importante en castellano, y con una gran mayoría de revistas en abierto, en especial las de editoriales universitarias.

En Iberoamérica, las bibliotecas virtuales de acceso abierto SciELO y Redalyc gozan de prestigio internacional y son ejemplos de colaboración entre instituciones académicas de distintos países. Pero la consagración del acceso abierto ha llegado de la mano de la Unión Europea. Desde 2020 exige que todos los proyectos de investigación realizados con fondos comunitarios se publiquen en acceso abierto. Esto ha aumentado la popularidad y el prestigio de las publicaciones en abierto, aunque en algunas disciplinas y campos las revistas más reconocidas siguen siendo solo accesibles bajo suscripción. 

Alternativas desde abajo: piratería y redes de apoyo

Aunque el acceso abierto supone una mejora respecto al modelo anterior, para muchos no es suficiente. Las grandes editoriales siguen controlando la gran mayoría de las revistas y buena parte de ellas requieren suscripción. Además, las normas respecto al acceso abierto solo se aplican a las publicaciones futuras. Todo el contenido previo sigue bajo suscripción o acceso institucional. En otras palabras: gran parte del legado científico y académico de la humanidad, más allá de quiénes sean sus autores y financiadores, está en manos de unas pocas empresas que cobran por su acceso.

Autoretrato de Alexandra Elbakyan, fundadora de Sci-Hub, en un viaje a Sochi. Fuente: Wikimedia Commons.

Resulta paradójico que el conocimiento de calidad no sea patrimonio de todos mientras las teorías de la conspiración cuestionan cada vez más la ciencia y las investigaciones académicas. Esto perjudica aún más a los investigadores en países menos desarrollados que quedan excluidos de las novedades en sus campos de especialidad, algo con implicaciones cruciales en sectores como la medicina. Entretanto, muchos autores difunden su contenido en internet como antes lo hacían intercambiando correspondencia. Lo hacen en sus páginas web o en repositorios abiertos públicos, como Zenodo o CORE, o con ánimo de lucro, como Academia.edu. La muerte de Aaron Swartz impulsó esta tendencia. Aunque en ocasiones vulnera los derechos de autor, las editoriales suelen tolerarla, y como mucho exigen retirar el contenido protegido.

Sin embargo, la gran rebelión frente a la industria de las publicaciones académicas ha surgido desde sus márgenes y fuera de la ley. Haciendo suyo el mensaje del Manifiesto de la Guerrilla por el Acceso Abierto, muchos estudiantes, investigadores y académicos han aprovechado su posición para descargar, escanear, archivar o compartir libros y artículos académicos. También crean redes de distribución, desde grupos de Facebook hasta webs como Library Genesis o Z-Library. El movimiento ha sido análogo a la costumbre de compartir música, películas o vídeos en internet por parte de la sección más radical del movimiento por la cultura libre. Los perjudicados por estas prácticas no son los autores, a los que no les pagan por publicar en revistas y que en libros reciben un pequeño porcentaje de las ventas, sino las editoriales.

Si Aaron Swartz es el primer mártir del acceso abierto radical, su gran heroína contemporánea es la kazaja Alexandra Elbakyan. En 2011, con veintidós años, Elbakyan fundó el proyecto Sci-Hub, un repositorio virtual pirata que ofrece acceso a millones de artículos protegidos por suscripción. La idea le surgió cuando no podía leer los artículos que necesitaba para sus estudios universitarios, protegidos por muro de pago, y vio que no había ninguna web que los facilitara. Sci-Hub, que cambia a menudo de dirección por la presión de las editoriales y sus demandas judiciales, es popular entre jóvenes académicos y estudiantes, tengan o no afiliación institucional. Con millones de descargas cada mes, esta web triunfa en países cuyas universidades no pueden permitirse suscripciones, como Irán o India. Pero también en Estados Unidos y Europa, incluso entre personas con acceso institucional, que la encuentran más cómoda y rápida.

Sci-Hub experimentó en 2021 una ofensiva de las editoriales y la justicia de distintos países: Elsevier reclama millones de dólares en compensación y ha demandado a la página en Estados Unidos, Bélgica, Suecia, Francia e India, y ha conseguido que sea bloqueada en Rusia. Mientras tanto, Estados Unidos ha acusado a Elbakyan de ser una agente del espionaje ruso y las cuentas de la plataforma en Twitter han sido suspendidas. Además del robo de propiedad intelectual, se acusa a Elbakyan de obtener acceso a los repositorios académicos de pago de manera fraudulenta. Ella asegura que las credenciales de acceso se obtienen mediante donaciones desinteresadas. Por su parte, los partidarios del proyecto en todo el mundo, desde Estados Unidos hasta Irán, se han organizado para replicar la biblioteca digital clandestina, coordinando descargas y almacenando archivos en una auténtica “misión de rescate”.

Entre el negocio híbrido y el conocimiento libre

Las publicaciones académicas seguirán siendo un negocio, aunque el modelo está cambiando: probablemente pagar por publicar acabe sustituyendo a pagar por leer. El acceso abierto gana apoyo institucional, y la última tendencia son los “acuerdos transformadores de acceso abierto”. Los Estados y universidades renegocian los precios de suscripción y favorecen un modelo en abierto con costes por publicación. Aunque en un principio esto parecía perjudicarlas, están adaptándose al modelo.

Boycott Elsevier: una imagen creada por Michael Eisen. Fuente: Wikimedia Commons.

La Universidad de California, por ejemplo, canceló en 2019 sus suscripciones con Elsevier, que no aceptaba renegociar sus contratos de publicación en acceso abierto. El contrato se firmó finalmente en 2021 con un 7% de ahorro para la universidad. La empresa tiene problemas parecidos en Alemania, Suecia y Noruega. Springer y otras editoriales también han leído la situación y han renegociado contratos con precios reducidos para la publicación en acceso abierto y el acceso generalizado a su colección. Su acuerdo con Alemania supera los veinticinco millones de euros anuales.

Aunque las editoriales y los sistemas judiciales cierren las bibliotecas digitales piratas, la comunidad de guerrilleros por el acceso libre seguirá encontrando maneras de compartir el conocimiento. Cada vez menos académicos consideran que usar páginas como Sci-Hub sea inmoral y muchos investigadores agradecen en sus tesis y artículos a Elbakyan, un reconocimiento de la importancia de su web para la investigación científica. Sci-Hub o Library Genesis no tienen publicidad ni buscan lucrarse y por eso se les percibe como una especie de Robin Hood. Roban a las grandes empresas de la industria académica para dárselo a estudiantes e investigadores que no pueden pagar suscripciones. La ironía para las editoriales es que, al no pagar a los autores, han contribuido a que estos no den importancia a los derechos de autor. Si no obtienen rédito económico, ¿qué importa si sus artículos se descargan de forma irregular? El acceso libre al conocimiento tiene como fin compartir literatura académica. Y aunque implique violar el copyright de artículos cuyos autores no recibieron compensación, para muchos es una causa que justifica los medios.

Este artículo fue publicado originariamente en El Orden Mundial el 26 de marzo de 2023. Hemos ampliado la entradilla y añadido las imágenes. Agradecemos a El Orden Mundial que permita distribuir todo el material que generan bajo licencia Creative Commons. La imagen destacada que encabeza el artículo es de Christopher Dombers, también bajo licencia Creative Commons.